13/11/14
16/4/14
Violencia es mentir
La mentira naturalizada es violencia naturalizada. Decir lo que
pensamos, hablar de lo que sentimos, mostrar lo que vemos no es violencia. Violencia
es falsear lo que sentimos, callar lo que pensamos, ocultar lo que vemos. Para
transformarnos tenemos que HABLAR de lo oculto, VISIBILIZAR la mentira.
·
¿De qué hablamos cuando hablamos de mentira?
Eso que llamamos mentira
nace, se desarrolla y vive en todos los ámbitos. En las relaciones
interpersonales, en la religión, en la política, en la calle, en los medios de
comunicación, incluso en la escuela porque forma parte del proceso de culturización.
Hablamos de mentira y nos
referimos a la incongruencia entre el discurso y la acción. Entre aquello que se afirma con ímpetu en términos de principios morales y éticos,
principios fundantes de ideologías o creencias, y que luego se contradice en los hechos cuando
dichas creencias, que habían sido
expresadas en palabras, se disuelven en los comportamientos, en la interacción,
en la práctica, ya que son antagónicos. La palabra que se enuncia desde la
ética y que debería existir desde la praxis, se circunscribe a una suerte de
discurso aleccionador que se mantiene como un códice de mandamientos que la
comunidad conoce y afirma muchas veces apasionadamente desde los enunciados, pero que luego no
practica.
Los discursos juegan aquí
un papel primordial. Es a través de ellos que se transmiten enunciados que sustentan las ideas de lo
políticamente correcto. Dichos enunciados son replicados por las diferentes voces que interactúan en un medio
social que los legitiman. Esto se complejiza en la interacción porque la desconfianza se interpone entre los
sujetos. Cada uno sabe que el otro tiene una intención detrás de lo que
enuncia, un propósito, y es así como cada enunciado se convierte en un
argumento para conseguir algo, más que para comunicarse o expresar
sentimientos. El objetivo es convencer
'al otro' de esas afirmaciones para 'hacerlo hacer', para que el otro se
comporte de determinada manera en pos de un deseo que puede lucir como colectivo, pero en definitiva termina
siendo personal. Y la argumentación, cuyo objetivo es convencer, hacer creer,
hacer hacer, en fin, manipular, será el
molde en el que se ajusten estos
enunciados. Cada sujeto sabe que el otro afirma para obtener y que actúa
haciendo lo contrario de lo que enuncia, pero naturaliza esa práctica y termina
haciendo lo mismo.
·
Comunicarse es mentir
La mentira está
naturalizada porque forma parte del proceso
en la red de conexiones que se establecen entre las personas a través
del lenguaje en el medio social. Pero además ha sido incorporada, aprendida,
por el sujeto desde su nacimiento junto con la lengua.
Podríamos decir que hoy
los sujetos no establecen relaciones, establecen 'conexiones', se vinculan con
los otros para obtener algo, pero antes es preciso convencerlo y para ello se
apela a las argumentaciones, estructura discursiva que solemos conocer desde
los textos de opinión, pero que
trasciende la escritura e inclusive la palabra misma. Los gestos, las
miradas, el leguaje corporal, el tono de voz, la manera en que construimos las
frases, es decir, la gramática forman parte de los recursos argumentativos. Y
todo ello se aprende y se utiliza en el lenguaje oral antes, mucho antes, de
que el sujeto aprenda a escribir. Un bebé cuando señala está argumentando, pues
quiere que le acerquen el objeto que
señala, la mamadera, una galleta, un muñeco. El niño aprende a hablar
argumentando, es decir usando al otro para satisfacer sus deseos, que serán
pequeños al principio, pero que irán
creciendo junto con él y complejizándose influido por un medio social que lo
incentiva a usar para satisfacer.
Nos atrevemos a afirmar que la comunicación es argumentación
y la argumentación es servirse del otro. Usar al otro es una práctica aprendida
y naturalizada en nuestros días, y aunque casi
todos los individuos son víctimas
y/o victimarios de ello, alternativamente, aparentan actuar bajo los principios
de cariño y respeto mutuo ya que al
mismo tiempo es natural apelar a la ética como si se hablara de 'los diez
mandamientos', aunque como ya
dijimos, la ética que solo se
materializaría en la práctica, no se practica, solo se enuncia. Los sujetos 'simulan' a fin de manipular y
'el otro' lo sabe, pero lo acepta porque también simula. El otro sabe que va a ser utilizado, pero se
deja, porque ese ritual forma parte de su cultura, de sus costumbres y porque
al fin él hará lo mismo, pues es la única forma
que aprendió para vincularse en
un medio social en el que todo tiene un pago, un valor de cambio. En donde el
otro es siempre un potencial adversario. En donde la palabra, los enunciados no
valen nada.
·
Visibilizar para transformar.
Debajo de todo ese
maquillaje del que se suele dotar al lenguaje existe un discurso que nadie
quiere escuchar: el 'discurso negado'.
Este es el que está por debajo de
las afirmaciones políticamente correctas y es el que sí se condice con los
comportamientos, pero que rara vez se pronuncia. Ese es el que conviene mantener escondido
porque cuando se hace consciente lastima. Ese discurso se cuela a través de
algunas voces también en todos los ámbitos,
en la política, en la iglesia, en
la escuela, en el trabajo, en la casa, etc. pero es ley implícita acallarlo.
Por lo común existe, también en todos los ámbitos, una especie de acuerdo
tácito para hacer como que todo funciona correctamente, que el que está equivocado es aquel que pretenda 'blanquearlo'. A ese se lo
condenará, se lo tratará de loco, de agitador, de violento por el simple impulso de describir lo que ve cuando
los comportamientos de la mayoría no se condicen con las vociferaciones y declaraciones de principios. Acallar el discurso negado también es una
práctica aprendida y naturalizada en el proceso de culturización.
Por eso creemos que una
manera de transformar nuestra sociedad y
específicamente transformar la cultura
de la mentira y de la incongruencia, es visibilizar el discurso oculto. Porque
la violencia es un síntoma, la enfermedad está enquistada en la bipolaridad del
ser cuando no puede definir si 'es' lo
que dice o si 'es' lo que hace. Ese borde es el que debe
borrarse para asumir una identidad genuina, para desterrar la mentira, para
desactivar la violencia.
Sostener la mentira es
alimentar la violencia. La transformación social implica un trabajo de unos con
otros, un esfuerzo colectivo para cambiar algo que repercutirá en cada ser
individual y que a su vez cada sujeto construye en la interacción con otros.
Pero primero es preciso pensar, discutir y sobre todo asumir.
Asumamos esto...violencia
es mentir.
Vero Zorzano
11/4/14
A propósito del “derecho penal mínimo” y otras “militancias parciales”
El derecho penal mínimo redunda en
dos preocupantes escenarios. En primera instancia admite la “funcionalidad” del
aparato represivo del Estado, aunque más no sea ante casuísticas excepcionales. Jerarquiza
las diferentes “teorías de la pena” al plantear la arbitraria distinción entre
conflictos sociales que merecen castigo penal y conflictos sociales que deben
ser abordados desde otras latitudes y/o perspectivas institucionales y/o
comunitarias. Justifica abiertamente la respuesta punitiva y con ella toda su
potencia política, económica, social, histórica y cultural. Al darle “realidad”
y principalmente “practicidad” a los mitos funcionales del sistema penal, corre
el eje de la discusión central (estructural) sembrando estériles vacilaciones
(y palpables retrocesos) en el núcleo mismo del medio ambiente crítico. La
prevención general positiva o negativa, la prevención especial positiva o
negativa y las teorías retributivas pasan a adquirir “cierto” sentido, ya sea
para aleccionar violadores, homicidas seriales o criminales de lesa humanidad;
y con esto el único favorecido no es la víctima, no es la sociedad y mucho
menos el victimario, sino el propio sistema que en teoría se repudia, llegándose
a conjeturar en el campo del activismo fáctico absurdos tales como proclamas
anti-capitalistas combinadas con recalcitrante punitivismo pro carcelario, algo
así como pretender debilitar al “enemigo” reverenciando su “herramienta” de
culto, o creyendo ingenuamente que dicha “herramienta” -hecha a imagen y
semejanza de su “creador”- alguna vez podrá adquirir “esencias” y “existencias”
revolucionarias y operar abiertamente en contra de aquel.
En segundo lugar, como consecuencia
natural de lo antedicho la posición minimalista genera una suerte de
peligrosísimo espacio abierto de potencial crecimiento para la órbita penal,
pues nada excluye apriorísticamente la posibilidad de incorporar nuevas
conductas a ese ultra acotado grupo de figuras condenables cuando la autoridad
de turno lo considere más oportuno.
A propósito de ello, una vez más, las
enseñanzas de Nils Christie se vuelven indispensables. ¿Quién, cómo, dónde y
cuándo merituar gravedades o dolores? ¿Con qué criterio? ¿Para y por qué? Como
siempre los que mandan (y sólo ellos) habrán de tener las respuestas a estos
interrogantes y como directa consecuencia de esto lo único que habremos
cambiado es la fisonomía anecdótica de las figuras con capacidad de decisión,
pero no el fondo del asunto.
Párrafo aparte merece la
justificación del castigo que especialmente formula Luigi Ferrajoli cuando
advierte sobre el creciente desarrollo de la violencia privada (justicia por
mano propia) ante una supuesta cesión de terreno por parte del sistema penal. Sus
palabras, plagadas de futurología y pesimismo antropológico contractualista, no
resisten mayor análisis. Intentar justificar el mal organizado, para evitar el
mal particular, se asemeja más a una reivindicación “italiana” (sui generis) de
la “teoría de los dos demonios” argentina que a una verdadera posición
criminológicamente crítica. La furia violenta del Estado, su organización,
sofisticación y burocratización, jamás puede ser analizada en términos de
equivalencia y con idéntica vara (en lo que a su capacidad dañina se refiere)
que arrestos individuales, por definición excepcionales, de una víctima, un
grupo de víctimas o un grupo de personas solidarias con una víctima, con ánimos
vengativos y nulo funcionamiento de sus frenos inhibitorios. Dichas circunstancias
serán motivo de debate social, pintorescas fotografías en la tapa de un
matutino amarillista, excusa perfecta para que un “especialista” demagogo
proponga el aumento de penas para alguna conducta en particular, pero jamás una
variable de ajuste seria para consolidar, proponer o impulsar una “política
pública” con vocación de trascendencia.
Por otro lado, centralizar nuestro
activismo únicamente en la búsqueda de mejoras en las condiciones carcelarias o
en la reivindicación de derechos particulares en ámbitos de encierro o en
cualquiera de las fases de la criminalización estatal tampoco parece ser la
mejor de las decisiones políticas. Semejante posición, debe saberse, no hace
más que generar y/o multiplicar eventuales interlocutores capaces de concluir
que nuestro afán transformador se satisface con cárceles sanas y limpias o
presos con acceso a una educación o trabajo digno. Bajo ningún punto de vista
debe admitirse tamaño reduccionismo. El sistema penal es repudiable más allá de
sus rasgos circunstanciales. Su historia lo es, su naturaleza lo es y su
ejercicio –no obstante sutiles concesiones fragmentarias- siempre lo será. No
hay margen para imaginar un “sistema penal bueno”, así como tampoco hay margen
para imaginar “esclavitudes buenas” o “torturas buenas”.
Si bien la lucha por una vida mejor
del otro lado de los muros es sumamente destacable, y hasta diría
indispensable, las perspectivas “individuales” no deben privarnos nunca de los
cuestionamientos “generales”. Lo “urgente” y lo “importante” son facetas
complementarias de una misma lucha política. No se excluyen, no se postergan,
sino que se potencian. A propósito de esto indigna ver espacios “militantes”
-en principio cuestionadores de la “realidad carcelaria”- ensayar argumentos
contra el abolicionismo penal desde un supuesto transitar “con los pies sobre
la tierra”. Como si el presente intramuros fuera una consecuencia mágica,
azarosa, privada de contexto histórico-cultural o apenas una respuesta vertical
a la voluntad maligna de alguna autoridad determinada. Si los presos están
amontonados, mal alimentados, no tienen posibilidades de trabajo ni
oportunidades de desarrollo intelectual es porque el sistema lo permite,
posibilita y fomenta. Conocer la cárcel, transitarla, escuchar las demandas de
los encerrados y sus familiares, respirar el aire viciado del encierro y no ser
abolicionista penal es aún más reprochable que no serlo desde un cómodo sillón
en algún piso exclusivo en alguna calle o avenida del coqueto barrio porteño de
la Recoleta.
En sintonía con lo hasta ahora dicho,
la doctrina internacional de los derechos humanos también merece ser
fuertemente cuestionada. No obstante aparecer como una suerte de recurso
anestésico ante las urgencias vitales referidas, da vía libre a la legitimación
de las jaulas para humanos.
No hay sutilezas ni margen de
discusión alguno en los tratados internacionales de derechos humanos redactados
en el planeta, principalmente después del ocaso de la segunda guerra mundial
hasta nuestros días. De acuerdo a los articulados de estos textos las cárceles
son “legítimas” de principio a fin. Recurso por excelencia a la que los estados
(desde Nigeria a Estados Unidos; desde China a Nueva Zelanda; desde Bangladesh
a Venezuela; desde Honduras a República Checa) están habilitados a echar mano a
la hora de pretender resolver los conflictos sociales habitualmente catalogados
como delitos.
Bajo ningún aspecto se cuestiona en
sí misma la hipótesis del encierro de hombres y mujeres como yo o cualquiera de
los lectores circunstanciales de este pequeño artículo. Se legaliza la tortura con
cinismo, inhabilitando a partir de ello cualquier porción de credibilidad que
puedan ostentar en paralelo, pues hablar de “derechos humanos” desde la mirada
amistosa para con rejas, alambres de púa, llaves, candados u otros instrumentos
de aislamiento es algo así como hablar de ventiladores de techo adentro de un
iglú esquimal. Aislados del universo sensorial del sufrimiento, predican pseudo
bonanza a un precio bastante elevado. Verse terriblemente patéticos, en sus
trajes, sus oficinas y con sus protocolos a cuestas es el destino que merecen
estos falsos operadores del beneplácito colectivo.
La discusión, repito, si queremos
resultados afines a nuestra vocación transformadora y cuanto menos “despeinar”
a este nauseabundo sistema, ha de darse con este nivel de intransigencia.
Intransigencia ideológica, no por ello exenta de tácticas y estrategias.
Tácticas y estrategias de las que seguramente hablaremos en próximas
oportunidades.
Maximiliano Postay
7/4/14
Abolicionismo Penal
Algunas respuestas a los disparates
de Macri, Massa, Cohen Agrest, Maslatón y Cía
En las últimas semanas -a raíz de
la presentación de un anteproyecto de Código Penal elaborado conjuntamente por
actores de diferentes procedencias ideológicas, la inmediata campaña en su
contra impulsada por el diputado nacional Sergio Massa, la vocación del ex
intendente de Tigre por reverenciar cuasi religiosamente la lógica de “premios
y castigos”, la inmediata exaltación de esta mirada por parte de otros líderes
opositores y la reciente multiplicación de linchamientos populares en
diferentes ciudades del país, promovidos, exaltados y justificados por los habituales
adoradores de “la ley y el orden”, “la mano dura” y “la tolerancia cero”- de un
modo harto peculiar, y por demás confuso, se ha escuchado en los medios de
comunicación masivos, quizás como nunca antes, hablar de “abolicionismo penal”.
Frases como “el abolicionismo no
conduce a nada” o “el abolicionismo nos está degradando como sociedad” o “la
culpa de la inseguridad la tienen los jueces abolicionistas” -en boca de
familiares de víctimas que consideran insuficiente condenar a un ser humano a
más de veinte años de cárcel, un jefe de gobierno feliz por tener a su hija
“segura” viviendo muy lejos del distrito que él mismo conduce o un resucitado
operador neoliberal, grotesco y peligroso en idénticas proporciones- demuestran
lo poco que se sabe acerca de esta corriente, lo poco que se quiere saber al
respecto y la perversa campaña de desnaturalización que esta concepción
política ha padecido, cuanto menos, durante los últimos treinta años.
Como confeso militante
abolicionista penal, y con ánimo de no permitir que la corriente ideológica con
la que me identifico sea “definida” (bastardeada) por personas con nulo
conocimiento en la materia, he aquí un pequeño aporte:
¿El abolicionismo penal es una postura pro-presos? FALSO. El
abolicionismo penal no justifica la materialización de las conductas
habitualmente catalogadas como “delito”. Tampoco justifica a las personas que
llevan adelante estos comportamientos. El
abolicionismo penal no tiene una especial simpatía por las personas que hoy se
encuentran privadas de su libertad. Sin perjuicio de ello el abolicionismo
penal plantea como premisa básica el fracaso de la cárcel y cada una de las
herramientas del sistema penal (e instituciones afines) a la hora de resolver
y/o regular exitosamente los conflictos sociales. Dicho en otros términos, para
el abolicionismo penal el sistema penal nunca resolvió una controversia, su
puesta en marcha no genera ninguna consecuencia positiva, y por el contrario
genera muchísimas consecuencias negativas.
¿El abolicionismo penal no tiene ningún tipo de consideración por las
víctimas de delitos? FALSO. En relación a lo antedicho, el abolicionismo
penal afirma que el sistema penal perjudica de igual manera a victimarios y
víctimas de “delitos”. De hecho en el sistema penal la víctima no es parte
natural del proceso judicial. No hay margen de reparación de los daños
causados. La víctima queda absolutamente excluida de cualquier rol protagónico.
Para el abolicionismo penal, el sistema penal debe interpretarse únicamente
como una suerte de organización burocrática de la venganza. Bajo ningún punto
de vista cumple con ninguna de las funciones que habitualmente suelen
atribuírsele. Desde el sistema penal no se previenen delitos, no se reinserta
socialmente a las personas que los cometen ni nada que se le parezca.
¿El abolicionismo penal pretende que las cárceles desaparezcan de un
día para el otro? FALSO. El abolicionismo penal entendido como un
movimiento político, con tácticas y estrategias propias, sostiene que la mejor
manera de consolidar un paradigma no punitivo, es a través de la elaboración
progresiva de alternativas concretas al actual sistema penal. Alternativas
donde la víctima sea escuchada y ocupe un rol central y donde el victimario no
sea tratado como un residuo cloacal. El abolicionismo penal repudia
abiertamente las jaulas para humanos, a las que habitualmente se las conoce
como “penitenciarías”, y a partir de este repudio pretende contribuir a la
elaboración de métodos superadores y más efectivos, beneficiosos para todos los
protagonistas de la controversia en cuestión y no sólo –insisto- para las personas
actualmente privadas de su libertad. En este sentido, también es absolutamente
falso afirmar que el abolicionismo penal
propone “no hacer nada frente al delito”. Por el contrario, en relación a esto
último, la posición abolicionista penal es clara: hay que hacer algo, pero no
precisamente lo que se hizo hasta ahora.
¿El abolicionismo penal es sinónimo de garantismo? FALSO. Mientras
el abolicionismo penal descree absolutamente del sistema penal y en
consecuencia intenta progresivamente lograr su desaparición, el garantismo –a
través de la pluma de su pensador más destacado, Luigi Ferrajoli- concede al
sistema penal una función determinada: limitar la violencia privada. Para el
garantismo la ausencia de sistema penal, despertaría en los particulares en
conflicto el deseo de la mal llamada “justicia por mano propia”. Dicho enfoque,
desmentido, como pocas veces, por la contundencia de los hechos acaecidos en
nuestro país en los últimos días (el sistema penal existe, las cárceles existen,
los patrulleros existen, las penas son cada vez más altas y, sin embargo, los
linchamientos son casi una moda nacional) es la principal diferencia entre una
posición y otra. A su vez, si nos alejamos de las discusiones meramente
“doctrinarias” observamos que garantismo, no es ni más ni menos que la
aplicación de la Constitución Nacional, ley suprema de nuestro país en el cual
se esbozan todas y cada una de las garantías que en el marco del debido proceso
en un Estado de Derecho jueces, defensores y fiscales tienen el deber de
respetar.
¿Zaffaroni es abolicionista? FALSO. Más allá de ser uno de los
referentes más críticos con el actual sistema penal, Raúl Zaffaroni no es lo
que se dice un abolicionista penal. Su postura se resume en la idea de que la
motivación principal de la necesaria vigencia del derecho penal es contener el
poder punitivo del Estado. De acuerdo a su criterio, de no existir el derecho
penal el aparato represivo estatal se pondría en marcha con total crudeza, con
rasgos autoritarios y absolutistas. Al respecto el abolicionismo penal afirma
que si bien es cierto que en la actualidad el poder punitivo debe limitarse de
alguna manera, dicha contención es apenas un medio o una situación transicional
y no un fin en sí mismo. El abolicionismo penal pretende un cambio cultural,
mientras que el profesor Zaffaroni y sus seguidores consideran que los juristas
y los criminólogos no necesariamente debemos auto-imponernos propósitos tan
ambiciosos.
¿El anteproyecto de Código Penal es abolicionista? FALSO. No sólo
no es abolicionista sino que desde la mirada del abolicionismo penal dicho
anteproyecto podría ser catalogado como “conservador”. Crea nuevos delitos, aumenta penas y mantiene
inalterables ciertos principios del derecho penal, harto repudiados desde el
paradigma no punitivo. Si bien es cierto que hablar de un “Código Penal
abolicionista” es un oxímoron, desde el abolicionismo penal las expectativas
alrededor de esta iniciativa eran otras. No obstante, y atento al “cambalache
normativo” que padece nuestro país en materia penal, principalmente después de
la puesta en vigor de las trágicas “leyes Blumberg”, la vocación ordenadora de
la Comisión que elaboró el anteproyecto debe ser sumamente valorada. Tener un
Código Penal que incluya en su articulado leyes especiales, que respete el
principio de proporcionalidad y que, aunque sea tímidamente, de lugar a
prácticas sustitutivas de la cárcel, es digno de elogio.
¿El abolicionismo penal genera inseguridad? FALSO. Para el
abolicionismo penal lo que ocurre es todo lo contrario. El sistema penal genera
inseguridad. Las personas que por allí pasan maximizan su nivel de violencia y
como se afirma habitualmente “regresan al medio abierto, peor de lo que
ingresaron al sistema”. El sistema penal es uno de los principales generadores
de violencia de las sociedades contemporáneas y como consecuencia de ello uno
de los principales generadores de “delitos”. Multiplica desigualdad, exclusión,
marginalidad y resentimiento. Nada bueno puede salir del sistema penal.
Pretender resolver el problema de la inseguridad (reconocido como tal,
abiertamente, por el abolicionismo penal) con sistema penal es igual de
ridículo que pretender apagar un incendio con nafta.
El abolicionismo penal lejos está
de ser ese germen maligno que algunos personajes pretenden describir. El
abolicionismo penal es ante todo una posición humanista, pacifista y
anti-violencia.
Maximiliano Postay
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