Las estadísticas penitenciarias como referencia ineludible para
una práctica abolicionista penal inmediata y materialmente posible (Nota publicada en INFOJUS NOTICIAS, el 22 de junio de 2013)
No siempre los números dicen poco. Si analizamos los datos estadísticos que las propias instituciones oficiales vinculadas a la "cuestión carcelaria" (Ministerio de Justicia de la Nación y/o Procuración Penitenciaria de la Nación) ponen a disposición de la opinión pública en sus respectivos portales habremos de corroborarlo.
Querido lector: si
como yo, usted cree que el sistema penal, la cárcel y toda su inhumanidad,
perversidad y salvajismo debe desaparecer, si no le entra en su cabeza que en
pleno siglo XXI sigan existiendo jaulas para seres humanos, si aspira a una
solución no traumática de los conflictos sociales y verifica que el sistema
penal vigente no sólo no resuelve los conflictos que aborda sino que los
agrava, potencia y multiplica, pero a su vez no es ingenuo, romántico ni
idealista y asume que la materialización de tal aspiración requiere un proceso
político, cultural y social paulatino y/o progresivo, a prestar especial atención a ese
conjunto tan particular que va del “0” al “9” y que infinitas combinaciones pone a nuestra
alcance. Quizás la respuesta al gran interrogante que día a día nos hacemos
aquellos que apostamos explícitamente por la reivindicación del paradigma no punitivo (¿cómo y
por dónde empezar a transitar en términos prácticos el camino del abolicionismo
penal?) aparezca ni más ni menos que en su terreno.
La cantidad total de
presos y presas en la Argentina oscila entre 61 mil y 65 mil personas, según
contemos o no a los privados de su libertad alojados en establecimientos que
técnicamente hablando no llegan a ser catalogados como “cárceles”, por ejemplo
las comisarías. De ese universo poblacional al momento de consumada la
detención un 83 % no terminó la secundaria, un 75 % se encontraba desocupado o
apenas realizando trabajos a tiempo parcial y un casi 70 % no había cumplido 35
años de edad. Es difícil definir con precisión cuántos de ellos vivían en la
indigencia, cuántos cubrían sus necesidades básicas con esfuerzo o cuántos
apenas llegaban con cierto margen a fin de mes. Lo cierto es que más allá de
las sutiles diferencias enunciadas, más del 95 % de la población carcelaria pertenece a
los sectores más vulnerables de la sociedad o dicho en otros términos: la
cárcel está repleta de gente pobre.
¿Y esto por qué?
Salvo que admiremos a Cesare Lombroso, Enrico Ferri, Rafaelle Garofallo y las
teorías decimonónicas que nos hablan de la innata tendencia al “delito” de
ciertas personas por sus rasgos físicos, su perfil psicológico o contexto
social, no tenemos más que denunciar el perverso funcionamiento selectivo del
sistema penal.
A la cárcel no llegan
todos los que cometen “delitos” sino solo aquellos que el sistema penal a través
de cada una de sus agencias señala como merecedores de semejante castigo.
Enemigos del statu quo, seres sobrantes o entes desagradables que cual “chivos
expiatorios” de alguna u otra manera justifican, sin más, la puesta en marcha
de la maquinaria represiva del Estado. Sin seres “peligrosos” a los cuales
perseguir el “negocio” de la persecución carecería de sentido. Tan sencillo
como eso.
En línea con lo antedicho continuemos con el análisis numerológico y -como quien no quiere la cosa- aprovechemos la ocasión para derrumbar algún que otro mito. Dice Doña Rosa: “En Argentina dejan entrar a cualquiera. Lo peor de todos los países de Sudamérica viene a parar a nuestro país. Estoy cansada de no poder caminar tranquila por la calle por culpa de estos peruanos/bolivianos/paraguayos de mierda”. Doña Rosa puede sentir y pensar lo que quiera, pero su posición es infundada. No obstante la notable vulnerabilidad de estos sectores y no obstante también contar con todos los “rasgos estereotípicos” que el sistema penal pretende para sus clientes, los extranjeros en la cárceles argentinas son menos del 5 %, de los cuales sólo una mínima porción está privado de su libertad por haber cometido un “delito” de los habitualmente considerados graves. La mayoría está donde está a causa de la comisión de alguna infracción contra la propiedad privada o por haber sido utilizado como “mula” por algún discípulo del discípulo del discípulo de algún magnate del narcotráfico internacional. Magnate que, por otra parte, muy difícilmente engalane alguna vez los pabellones carcelarios con su presencia física.
A propósito de esto,
resulta pertinente preguntarse, ya en términos generales, qué motivó en cada caso
la privación de la libertad de cada preso. A esta altura la respuesta no debería sorprendernos. En la cárcel abundan “delincuentes”
contra la propiedad privada o emparentados a la ley nacional de drogas:
tenedores, transas de barrio, micro-traficantes o las mencionadas “mulitas”.
Entre el 65 y el 70 % de la población carcelaria (aproximadamente 45 mil de 65
mil) cometió este tipo de conductas. En las cárceles no están los monstruos que
Hollywood o buena parte de los medios masivos de comunicación se empeñan en
representar, sino todo lo contrario. La cárcel, al igual que lo que ocurre con
los pobres, también está llena de “perejiles”.
Otro fenómeno
preocupante es el de los presos encerrados sin condena y en virtud de esto
técnicamente inocentes. Según datos oficiales el 51 % de la población
carcelaria se encuentra en situación de “prisión preventiva”. Más allá de lo
abultado del número citado, vale la pena aclarar que si no fuera por el
controvertido y repudiable instituto del “juicio abreviado” (suerte de
despareja negociación entre el fiscal y el propio acusado que agiliza el
trámite judicial a costa de sacrificar todas y cada una de las garantías que el
debido proceso impone como obligatorias) la cifra todavía sería mayor y
rondaría el 60 %.
Finalmente el último
indicador al que haré referencia, es el emparentado a los presos que están
encerrados como mínimo por segunda vez. Los niveles de reincidencia son
altísimos. Casi la mitad de la población se encuentra en esa situación,
destacándose los casos de las personas que en su adolescencia también
estuvieron alojadas en Institutos de Menores. La inclusión social
post-penitenciaria no existe. El Estado poco hace por la persona que alguna vez
estuvo tras las rejas una vez que ésta recuperó su libertad e incluso
promueve/permite/alienta escenarios tan incoherentes, contradictorios e
irritantes como presentar en el seno de su ordenamiento jurídico normas que por
un lado impulsan la “reinserción social del reo” y por el otro la dificultan en
forma manifiesta con institutos tales como el “Certificado de Antecedentes
Penales”, obstáculo muchas veces insalvable a los fines de, por ejemplo,
encontrar un trabajo digno en el medio abierto.
Si logramos reducir
al máximo la prisión preventiva, utilizándola excepcionalmente y no como regla,
tal cual lo imponen los tratados internacionales de derechos humanos; si
trabajamos intersectorialmente para que una persona de regreso al mundo libre
luego de algunas temporadas en la cárcel pueda trabajar, estudiar y vivir en
comunidad sin estigmas ni dificultades extras (proponiendo por ejemplo la
eliminación del citado "Certificado de Antecdedentes Penales"); si
descriminalizamos los “delitos” en los cuales el bien jurídico dañado es la
propiedad privada o algún objeto material, generando mecanismos comunitarios
y/o institucionales que den lugar a una eventual compensación del padecimiento
ocasionado o trasladando a la órbita civil lo que actualmente se dirime en el
fuero penal; si de una vez por todas nos decidimos a legalizar las drogas; y si
finalmente tomamos consciencia de que buena parte de los conflictos sociales
que hoy dan sustancia a la población penitenciaría podrían evitarse con
políticas serias de desarrollo social, educación, cultura y trabajo, y bajo
ningún punto de vista desde meros “maquillajes” represivos (demagógicos,
facilistas y anti-humanos por definición) el panorama de cara a un futuro sin
cárceles y sin sistema penal sería bastante más llano y lo que hoy resulta
harto distante estaría muchísimo más cerca de hacerse realidad.
Dicho
numerológicamente, en vez de tener 65 mil presos tendríamos apenas unos cuantos
miles (o quizás cientos), y lo que es todavía mejor, habremos logrado demostrar
la potencialidad social del paradigma no punitivo, no sólo en beneficio de las
víctimas directas del aparato represivo (los presos), sino del resto de la
comunidad, generando nuevos “estados de situación” o “medios ambientes”
claramente motivadores de cara al abordaje también no punitivo de los
conflictos remanentes, aquellos que por sus características propias y especial
gravedad no forman parte en forma expresa de esta suerte de “etapa inicial” que
en clave abolicionista se pretende comenzar a transitar.
Maximiliano Postay