Crónica de una actitud
inexplicable.
A propósito de la
incorporación del “Feminicidio” a nuestro Código Penal
(Nota originalmente publicada el día 16 de mayo de 2012 en www.asuntosdelsur.org)
(Nota originalmente publicada el día 16 de mayo de 2012 en www.asuntosdelsur.org)
El pasado miércoles 18 de abril del
corriente año la Honorable Cámara de Diputados de mi país, Argentina, otorgó
media sanción al proyecto de ley que incorpora la figura del “feminicidio” a
nuestro Código Penal. Por unanimidad y tomando en consideración unos quince
proyectos de similares características, más de doscientos legisladores de bloques de las más diversas orientaciones
ideológicas acordaron -sin mayores contrapuntos- sumarle una línea más a nuestra
de por sí extensa legislación punitiva.
Lo que no logra casi ninguna temática
lo hace -sin esfuerzo alguno- el derecho penal. Todo un dato para aquellos que
descreemos por completo que el derecho penal tenga alguna utilidad positiva. El
derecho penal parecería ser por estos días una insignia infalible a la hora de
consolidar el proceso de “unidad nacional” por el que muchos abogan. Ironías al
margen, y más allá de no ser esta la primera vez que nuestros legisladores
actúan en esta dirección, no puedo dejar de ver lo sucedido con sincero
desconcierto.
Políticos profesionales, con la venia
de sus seguidores partidarios y buena parte de las agrupaciones de derechos
humanos vinculadas a la problemática de
la “violencia de género” o en particular la “violencia contra las mujeres”, desde
la celebración de medidas como la citada no sólo insisten en intentar resolver conflictos
sociales desde el derecho penal –obsoleto por definición a tal efecto- sino que también reivindican en
forma contradictoria y muy difícil de explicar un instrumento históricamente
misógino. El sistema penal, patriarcal
por excelencia, lejos de ser una solución a la violencia contra las mujeres,
sin duda alguna puede identificarse incluso como una de sus causas.
La violencia de género manifestada
contra las mujeres responde a elementos estructurales. El hecho que explica la violencia de los hombres contra las mujeres en el
marco de lo que podría denominarse también “violencia patriarcal” no son las
características biológicas de unos y otras sino las variables socio-culturales
asociadas.
El “Dios Hombre”
de las principales religiones monoteístas; la razón masculina de la Atenas de
Sócrates, Platón y Aristóteles; la supuesta debilidad corporal de las mujeres
en comparación con “el macho musculoso”; la muchas veces arbitraria distribución
de las tareas laborales; la utilización del “masculino” como artículo genérico
a la hora de clasificar conjuntos integrados simultáneamente por mujeres y
hombres; y un sinfín de factores históricos, culturales, políticos, científicos,
lingüísticos, epistemológicos, etc. contribuyeron durante siglos a la
edificación del estado de situación presente.
El sistema penal moderno, aquel que
irrumpe en el siglo XIII d.c., con la santa inquisición como baluarte máximo
-en sintonía con los ejemplos enumerados- tuvo desde su génesis un encono muy
particular con las mujeres. La
irremediable asociación entre castigo, persecución, tortura, confesión, delito
y pecado y el por entonces naturalizado rol de la Iglesia Católica como
principal órgano de justificación ideológica de la persecución criminal
premeditada e institucionalizada, explica de por sí esta peculiaridad.
La mujer fue por aquellos años “enemigo” declarado del “buen orden” que el sistema
penal pretendía mantener indemne. “Bruja”, “genéticamente más débil que el
hombre frente a las tentaciones demoníacas”, “culpable del pecado original” y/o
“habitual partícipe de orgías y cofradías perversas”. Los manuales
criminológicos de entonces y el imaginario socio-cultural de la época hacían
referencia en estos términos a las representantes del sexo femenino.
Sumamente ilustrativo,
en concordancia con lo dicho, es el modo en el que los monjes dominicos Jabobo
Sprenger y Heinrich Kraemer, en su célebre obra “El martillo de las brujas”
catalogan a las mujeres. Este libro publicado por primera vez en Alemania en
1486, enuncia en sus páginas frases como estas: “Dado que son débiles en las
fuerzas del cuerpo y del alma, no es extraño que pretendan embrujar a aquellos
a quienes detestan”;[1] “La
voz: mentirosa por naturaleza lo es en su lenguaje, pues pica encantando. De
donde la voz de las mujeres es comparada al canto de las sirenas, que por su
dulce melodía atraen a los que pasan y los matan”;[2]
“Una mujer que llora engaña: hay dos géneros de lágrimas en los ojos de las
mujeres: unas para el dolor otras para la insidia. Una mujer que piensa sola,
piensa mal”.[3]
Pero no todo
es medieval y lejano si de misoginia punitiva se trata. Varios siglos más
tarde, ya con la cárcel consolidada como instrumento de castigo generalizado, en
pleno auge de la revolución industrial y en el marco del desarrollo
teórico-práctico de la criminología positivista lombrosiana, “la donna
delinquente”, cometería -según los principales expertos de esta tradición- delitos
“no por mala, sino por loca”, reproduciendo de esta manera -con apenas sutiles
variantes- la representación modular de la mujer como sujeto débil mental,
maleable y con notoria permeabilidad a las influencias del medio ambiente. Su
desviación no es genética –como en el caso de los hombres y sus delatoras
fisonomías craneanas-, sino cultural. Su gravísimo error: no responder al
estereotipo de “buena madre” y “buena esposa” que todas y cada una de las
mujeres debe seguir con vehemencia y sumisión.
La cárcel en
consecuencia tendrá como objetivo primordial reconciliar a la mujer con los
valores cuya “vocación delincuencial” hizo perder de vista. La cárcel intentará
reencontrar a “la mujer delincuente” con las características que “la mujer no
delincuente” tiene en el ámbito extra-carcelario.
Lamentablemente
por más arcaico que hoy suene, el positivismo referenciado se encuentra en
nuestros días ciento por ciento vigente. La tendencia de los centros
penitenciarios a reforzar la asistencia psicológica de las reclusas con mucha
mayor facilidad que en el caso de sus pares hombres y la cantidad de pastillas
“psiquiátricas” que las mujeres suelen recibir en su estadía en la cárcel así
lo confirman.
Paréntesis mental: ¿Explicará
esto tal vez la habitual tendencia de insultar a las mujeres diciéndole “locas
de mierda” y la casi nula utilización de descalificaciones tales para los
hombres? ¿Explicará esto la manera simpática –y no tanto- con la que algunos
maridos hacen referencia a sus mujeres diciéndoles “bruja”, “ja-bru” o similares?
Quizás. Puede ser. Pienso en voz alta, cierro paréntesis e impulso una
pregunta: Atento lo dicho, ¿resulta
razonable recurrir a un sistema que históricamente vapuleó a la mujer, para
defenderla? Intuyo que no.
Asimismo cabe la realización de algunas
consideraciones adicionales, más allá de los condicionamientos históricos
referidos. Si el derecho penal de por sí
no sirve para nada, menos aún lo hace si se trata de resolver este tipo de
problemáticas eminentemente socio-culturales. Carece de poder simbólico,
potencialidad disuasoria y/o intimidante. Dicho en otros términos: el hombre no
va a dejar de golpear a la mujer porque el Código Penal diga que su conducta
merece un castigo de 5 o 100 años de prisión. En este sentido la actitud festiva, lúdica y
efervescente de los diputados, los militantes pro-derechos humanos y
principalmente las activistas feministas, minutos después de la sesión a la que
hice referencia en el párrafo primero, resulta cuanto menos sorprendente.
El encierro, consecuencia inercial de la puesta en
marcha del aparato represivo, suele ser la más fácil de todas las respuestas
posibles frente al conflicto social. Lamentablemente cuando los diferentes
actores políticos no saben qué hacer frente a una “problemática x” recurren a
él compulsivamente, demostrando que la “imaginación no punitiva” no es su
fuerte. El encierro agrava el conflicto que
desde el Estado es regulado desde su implementación, haciendo que su
universo particular repercuta en la sociedad en su conjunto multiplicado unas
cuantas veces. La cárcel genera la violencia social que a través de ella el
legislador pretende atemperar. Esto hay que decirlo sin eufemismos.
Finalmente me permito cerrar mi comentario con el
enunciado de una convicción: a la violencia
contra las mujeres se la combate cuestionando radicalmente todas las
estructuras socio-culturales que la motivan, toleran y promueven. El aparato
represivo sin duda alguna pertenece a este repudiable elenco. A la violencia
contra las mujeres, entonces, también se la combate luchando por la
desaparición definitiva del sistema penal.
Maximiliano Postay